En la noche del 23 al 24 de
junio de 1977 la camioneta pick up de
la marca Toyota ocupada por Ñato “Chancho” Arizmendi y “el Polilla” Celaya
patinó en el barro de la pista que enlazaba Santa María y Teocuatlán, se salió
de la misma por el margen derecho y dio vueltas de campana por la ladera
repleta de cafetos en floración hasta empotrarse contra el tronco de una ceiba.
Cuando cesó el cling clang de las piezas al desmontarse y la ladera del Cerro
Grande recobró su silencio habitual —roto sólo por el repique de la lluvia que
caía con tedio— “Chancho” Arizmendi y “el Polilla” Celaya, que se habían
empotrado contra el parabrisas al primer tumbo del vehículo, estaban ya muertos
de sendos traumatismos craneoencefálicos.
El siniestro fue descubierto
seis horas más tarde por el cabo Dionisio Rojas, de la policía municipal de
Tuxtepec, cuando hacía la ronda en su vieja camioneta Chevrolet para comprobar
que las agencias habían vuelto al orden después de la noche de San Juan. El
cabo detuvo su vehículo en el punto del lodazal por donde el pick up de “Chancho” y “el Polilla”
había abandonado la rodada, se apeó, protegió sus ojos con la mano y contempló
el ancho surco abierto en el cafetal. La lluvia se había convertido ya en un calabobos
perezoso que aún no se había difuminado en calina. Suspendidos sobre las flores
blancas de los arbustos de café y recortados contra la hoya del valle del
Zacatepec —que se extendía al pie del cerro como una jarapa de tonos verdes—,
el auto accidentado y la ceiba componían una estampa trágica pero muy
fotogénica.
Dionisio Rojas suspiró y
chapaleó por el barro hasta los restos humanos y vehiculares. Era un hombre
joven y aindiado, de cabeza grande y cuerpo menudo y flaco, ojos descreidos,
cabello zaino peinado con raya en medio y gesto lúgubre. Cuando llegó al auto
reconoció de inmediato a los fiambres, comprobó que ambos lo eran efectivamente
y permaneció un rato contemplando la ringlera de objetos variados que se
extendía por todo el terreno por el que la camioneta había trompicado. Mojados,
medio hundidos en el barro o depositados en las plantas de café como guirnaldas
de Navidad, el cabo Rojas vio varios pañolones floreados de seda, distinguidos
trajes de señora y caballero, una mantelería de finos bordados, dos candelabros
de bronce, media docena de cubiertos de plata, una sopera de porcelana, un
reloj con carillón, otro de mesa, un bastón con puño repujado y otros objetos
por el estilo. Dionisio Rojas adivinó que aquel era el fruto del saqueo de las
casas pudientes de la ciudad, perpetrado la noche anterior por los difuntos
aprovechando que sus habitantes habrían acudido a disfrutar de los concursos de
decimeros, de las cabalgatas y de los sones y huapangos.
Con desgana resignada, el cabo
chapoteó de vuelta hasta su camioneta y llamó por radio a la central para
informar del hallazgo, pedir que fueran a despertar al señor juez y ordenar de
camino un termo de café con piquete.
Mientras aguardaba, Dionisio
Rojas recolectó para provecho propio algunas piezas del tesoro que se tendía
entre el camino de terracería y la ceiba: un puñado de billetes mejicanos y
gringos, una estilográfica Sheaffer’s, un reloj Longines Kleopatra, un
pendiente suelto de oro y pedrería. Una a una las fue gardando en la
faltriquera de su pantalón de loneta, sin perder por el ángulo del ojo la vista
del sendero que serpeaba entre los cafetales. Una hora más tarde llegaron cerro
arriba dos vehículos: la otra camioneta del retén de policía y el Jeep amarillo
del Servicio Postal Mexicano que el magistrado Mosquera utilizaba en sus
salidas a las agencias del campo. Según llegó el juez —un hombre cachetón, mal
rasurado y con bigotes de aguacero—, el cabo Dionisio Rojas le puso al
corriente de lo que había encontrado y le entregó en mano algunos de los
objetos de valor y parte del dinero que había rapiñado.
—No quise dejar estas cosas en
el barro, señor licenciado, por si se las llevaban —dijo el cabo, obviando la
ausencia de otras personas que no fueran ellos dos y el policía Héctor
Lorenzana, a quien por guapo llamaban “la Nancy ” a sus espaldas. El juez se apropió de lo
ofrecido, lo guardó en el bolsillo interior de su saco, caminó por el barro
hasta el lugar de la colisión —calzaba botas altas de agua sobre el traje de
paño azul—, inspeccionó sin entusiasmo a los fallecidos y ordenó que los
cuerpos fueran llevados al depósito de la Casa de Salud de Tuxtepec. Respecto a los restos
del botín, dispuso el señor magistrado que el cabo Rojas los transportase al
cuartel policial, los inventariase y, a falta de caja fuerte, los pusiera en
custodia en un calabozo.
—Tal vez sus dueños pongan
denuncias —dijo con escepticismo—. Estén atentos y consulten de cuando en
cuando a los otros retenes. Si aparece alguien a quien catearon estos dos
pendejos, envíenmelo.
—¿No es necesario que el
doctor Carrizo certifique las defunciones antes de levantar los cuerpos? —quiso
saber Dionisio Rojas.
—¿Le parecieron vivos a usted?
—Ni modo, Señoría.
—¡Pues ándele, no se me apure!
Deje usted que el doctor duerma la mona en paz, que tiempo habrá para
certificados.
Dionisio Rojas era un hombre
tranquilo, pero no con la indolencia propia de los de su oficio sino con la
calma testaruda de los buenos jornaleros. Aún no había almorzado cuando a las
cinco de la tarde terminó de apilar y enumerar los objetos, de manera que
encargó de una cantina próxima una tortilla de yuca con frijoles refritos, un
dulce de mamey y un par de Tecates.
La lista incluía ciento quince
objetos. La mayoría eran de la suerte de los citados pero también otros menos
previsibles, con los que los maleantes debían de haber arramblado en la
precipitación de la huída: una trompeta Piccolo de tres pistones plateada y con
abolladuras, un par de zapatos correctivos infantiles de piel marrón, un
gastado retablo en lámina con una Virgen del Sagrado Corazón y hasta una muñeca
de porcelana con cabello natural, ojos de vidrio, vestido de orlán y zapatitos
de cuero, que Dionisio colocó de cara a la pared con repelús.
Uno de estos objetos de valor
económico discutible era un libro de veintiún centímetros de largo y catorce de
ancho, con encuadernación rústica encolada; una novela económica de unas
doscientas páginas, imprimida en Montevideo en 1971, que llevaba por título
«Audaz y Tanguista» y cuya autora se llamaba Ana Ferreiro Azuaga. A Dionisio le
había atraído la fotografía de la portada: el amarillento retrato de estudio de
un boxeador joven en la postura clásica de este deporte, con el cuerpo
ligeramente de lado y encorvado, la izquierda adelantada y la derecha guardando
el torso. Probablemente un peso pluma o ligero. El cabo Rojas se fijó en que
los guantes eran apenas dos saquitos de cuero, seguramente confeccionados con
crin de caballo; dos guantes de los que se deshacían y dejaban los puños al
descubierto a partir del décimo quinto asalto, cuando aún se peleaba a esas
distancias.
A Dionisio Rojas le gustaba el
boxeo desde muy niño, cuando su padre lo llevaba al gimnasio Gloria del barrio
de Tepito —en la
Colonia Morelos de Ciudad de México— a ver los entrenamientos
del tío Clemente. El hermano de su madre nunca fue una estrella, aunque llegó a
pelear con Roberto “Mano de Piedra” Durán en Panamá. El cabo Rojas recordaba la
fascinación infantil de aquellas visitas al Gloria, donde también había
admirado a otros bravos boxeadores como Rodolfo Martínez o Enrique “el
Trapitos” García, que llegó a pelear por el título del mundo. Dionisio aún era
joven: de todo aquello hacía apenas una década.
La novela tontamente robada
por “Chancho” y “el Polilla” formaba paquete, gracias a dos gomillas dispuestas
en cruz, con un grueso sobre y un recorte de periódico plegado. Dionisio Rojas
retiró la gomilla con curiosidad y extrajo el sobre, uno de cuyos lados estaba
rasgado. En el anverso estaban anotadas con la letra espesa del que escribe
despacio las largas señas de la destinataria: doña Elsa Cuarón, señora de
Castro, Escuela Primaria Álvaro Obregón, Avenida Insurgentes esq. 5 de Mayo,
Colonia Juárez, San José Aculco, Tamaulipas, México. En el reverso se podía
leer, como es habitual, el remitente: Marcel Berlandier, 100 Rue Paul
Cornet, Saveuse, Département de la
Somme , France. El matasellos, circular, llevaba la
inscripción 80-AMIENS, 26 AOÛT 73. En el
interior había una docena de hojas escritas en castellano con pulcritud de
calígrafo. Les echó un vistazo distraído, las volvió a plegar y las regresó al
sobre.
Dionisio Rojas se fijó
entonces en el recorte de periódico, un fragmento a tres columnas con el largo
de la página, coronado por dos fotografías. En la primera se mostraba a un
hombre mayor vestido con una americana oscura; en el pie se leía «Ventura
Castro, el ‘campeón’ de San José». En la segunda aparecía el que debía de ser
el mismo hombre pero con muchos menos años; vestía calzón y guantes de boxeo y
posaba para el fotógrafo junto a otro púgil, flanqueando ambos a un árbitro y
rodeados de quienes parecían mánagers, segundos y demás. El pie de foto decía:
«Castro y McLarnin en la
Plaza Monumental de Barcelona en 1935». El título del
artículo era «138 segundos entre la gloria y el infierno».
Varios meses atrás, la
aparición de grietas en la cubierta del cuartelillo había provocado su
demolición y la instalación de planchas de uralita, que en el momento en que
Dionisio Rojas miraba el recorte comenzaron a repicar bajo la lluvia llenando
el edificio de un estrépito molesto por la intensidad pero melancólico por
naturaleza. Con este sonido de fondo, el cabo se sentó en el banquito de
concreto que constituía todo el mobiliario del calabozo, agarró una botella de
Tecate y se dedicó a la lectura de aquel artículo de prensa, que estaba
redactado en los siguientes términos:
«138 segundos entre la gloria y el
infierno»
Un reportaje de Pío Vernis.
San
José Aculco, 7.- Llegó con los refugiados españoles de 1939, vivió una década
en Nuevo León y desde hace casi veinte años los aculquenses le ven caminar
todas las mañanas, puntual como un reloj, las cinco cuadras que median entre su
casa de la calle de Zárate y la Escuela Primaria Álvaro Obregón, donde ejerce de
profesor de educación física. Cuando pregunto por él en la primera tienda de
abarrotes que veo, de inmediato saben darme cuenta. Me dicen que es un hombre
correcto y educado en el trato, que va a la suya sin meterse con nadie. Su casa
es pequeña, limpia y sin lujos. Apenas sale. Su pasaporte mejicano dice que
nació en Badalona, Barcelona, hace sesenta años y que su nombre es Ventura
Castro Ruiz, pero en el pueblo le llaman indistintamente “don Ventura” o
“campeón”. Porque hay maestros… y maestros y este, antes de dedicarse a la
noble promoción del deporte local, fue campeón de Europa de boxeo. Híjole, que decía
aquel.
El gimnasio de la escuela huele a
sudor. Don Ventura es un hombre de estatura mediana, cabellos güeros ondulados
que ralean y cara rocosa bien rasurada. Está reclinado sobre una banca,
haciéndole algo con un desarmador a una rueda de bicicleta desmontada que
mantiene horizontal. Muestra una sonrisa educada, pero su rostro se endurece
cuando me ve entrar y se da cuenta de que no soy del pueblo. Mira el cuaderno y
el bolígrafo que sostengo en la mano. Mira la cámara fotográfica que cuelga de
mi cuello. Dice:
―Buenos
días, ¿qué se le ofrece?
Los españoles parecen enfadados cuando hablan, pero don Ventura no. Don
Ventura el “campeón” parece de hielo.
―Soy
periodista del Sol de Río Verde. Busco a don Ventura Castro, el que fue campeón
de España y de Europa de boxeo.
Suspira.
―¿Para
qué?
―Para
entrevistarle.
Trastea pensativo la rueda de
bicicleta y finalmente dice sin levantar la mirada:
―Vuelva
usted a mediodía. Tomaremos unas cervezas y hablaremos.
Vuelvo a la hora indicada y me
conduce sin mucha plática hasta una minúscula cantina de dos mesas, en la que
nos sirven unas chelas heladas.
―Dicen
que fue usted uno de los mejores boxeadores que ha dado la madre patria…
La adulación no funciona: no dice esta boca es mía. Lo intento de nuevo:
―¿Cuáles
fueron sus números como boxeador?
―Fui
campeón de España y de Europa del peso ligero y luego campeón de Europa del
peso wélter.
(El
“campión” ha decidido el tono que mantendrá durante toda la entrevista: triste,
reticente y desconfiado. En lugar de las cervezas tenía que haber ordenado unos
tequilas para que se calentara).
―Yo
me refería a lo de victorias, derrotas y draws.
―No
mido mi carrera de esa manera.
―Es
usted muy libre. ¿De qué años estamos tratando?
―De
1926 a
1935.
―En
esos años fue usted el ídolo indiscutible de los fanáticos españoles.
―Hubo
otros: Paulino Uzcúdun, Antonio Ruiz, Gironés, Flix… Todos ellos fueron también
campeones de Europa. Pero sí, yo tenía muchos seguidores. Preparaba muy bien
mis combates y salía a darlo todo desde el principio. Eso el público lo
agradece.
―Sin
embargo, no quiso hacer las Américas como Paulino y otros.
―Peleé
unos meses en Cuba, pero ganaba buena plata en España y preferí volver.
―A
usted le venció Jimmy McLarnin en 138 segundos, en el primer y único k.o. que
sufrió en toda su carrera.
―Fue
por una artimaña del mánager de mi rival. Me tuvo un rato aguardándole al raso
sobre el ring. En frío a cualquiera le pueden dañar con un lucky punch.
―¿Qué
es un lucky punch?
―Un
golpe de suerte que le sale a quien no lo merece.
―¿Quiere
decir que no fue un resultado justo?
―No
lo dude usted. En iguales condiciones le hubiera mandado a dormir. Yo le había
visto pelear otras veces y no era tan fiero el león.
―En
ese combate los aficionados pasaron de la adoración hacia usted a la silbada,
¿Por qué cree que se produjo esa reacción tan emotiva?
―Está
usted mal informado. Algunos es posible que creyeran que yo no salí a darlo
todo y por eso pitaron, pero la gran mayoría protestó por la sucia maniobra de
mi rival. Ya le dije que el público me apreciaba mucho.
―¿Siguen
recordándole en Barcelona?
―…
―Usted
tuvo que huir de España porque le acusaron de torturar a presos facciosos
durante la guerra civil.
―Yo
me exilié porque no quería vivir bajo el mando de los militares y de los
sotanudos. Puede usted ponerlo con estas palabras. Yo estuve muy implicado con la República.
―¿Niega
entonces las acusaciones de torturador?
―No
tengo por qué negar nada. Quien haya vivido una guerra conoce las atrocidades
que en ellas suceden en todos los bandos. No olvide usted que no fuimos
nosotros los que provocamos aquella sangría.
―Esa
respuesta se me hace como que quien calla otorga.
―Entiéndalo
usted como crea conveniente.
―¿Cómo
le recibieron a su llegada a México?
―Para
los mexicanos sólo tengo palabras de agradecimiento. El Presidente de ustedes fue
el único que defendió la legalidad de la República. Me
concedió la nacionalidad y me proporcionó un empleo para empezar una nueva
vida. México es un gran país.
―Es
usted maestro de educación física.
―Sí,
primero en Montemorelos y ahora en la escuela de San José Aculco.
―¿Cómo
es su vida en México?
―Tranquila.
Llevo una vida tranquila con mi esposa mejicana, que es maestra en el colegio y
con mi trabajo.
―¿Tiene
hijos?
―Uno. También es maestro en el colegio. Salió a la madre, es un gran muchacho. Ahora va a darme mi primer nieto.
―Uno. También es maestro en el colegio. Salió a la madre, es un gran muchacho. Ahora va a darme mi primer nieto.
(Por
un momento creo que a don Ventura se le escapó algo parecido a una sonrisa).
―¿No
pensó en regresarse?
―¿A
dónde? Esta es mi casa. Soy ciudadano mejicano.
―¿Sigue
usted el boxeo por la televisión?
―No.
―¿No
tiene nostalgia de los años en que era usted una estrella del boxeo?
―No.
Finalizamos nuestro almuerzo, nos paramos y don Ventura Castro abona la
comanda. He tenido que arrancarle las respuestas como con tenaza de dentista.
En la calle accede a que le eche un par de fotografías, me pregunta cuándo voy
a publicar mi reportaje y se despide con un apretón de manos. Luego lo veo
dirigirse con paso rengo y ensimismado hacia su casa y en un segundo cierra la
puerta a sus espaldas. Tengo la sensación de que me dijo la verdad. Luego tengo
la sensación de que no me dijo nada.
El
cabo Dionisio Rojas permaneció pensativo durante unos minutos. El nombre de
aquel ex púgil no le sonaba —todo el boxeo anterior a Mohamed Alí, pensaba, era
pura arqueología–, pero la historia le había interesado y echó un nuevo vistazo
reflexivo al sobre, cuya destinataria era la señora de Castro en San José
Aculco.
—¿Te quedas hasta mañana,
güey?
La interpelación le hizo dar
un respingo. El cabo Roberto Flores —su relevo en los largos turnos de doce
horas del fin de semana— se le había aproximado al amparo del tamborileo de la
lluvia y se desperezaba a su espalda. Dionisio miró su reloj: las seis de la
tarde. La pinche de su novia andaba de vacaciones en Mazatlán con sus padres:
tenía por delante día y medio de tedio, televisión y cervezas. Relató al cabo
Flores los sucesos del día, le traspasó la custodia de los objetos robados y
añadió:
—Este libro me lo llevo y lo
devuelvo de hoy en una semana.
—Órale, por mí puras habas —fue
la réplica.
Dionisio Rojas vivía de
alquiler en un edificio de apartamentos económicos en la colonia Santana de
Tuxtepec, al que llegó un rato después en su vocho verde metálico del 72. Se
duchó, se puso unos calzoncillos estampados tipo bóxer, encendió su viejo
televisor Philco en blanco y negro y permaneció en pie unos segundos hasta que
la agüilla se disipó. En “Nuestro cine mexicano”, en el Canal Dos (que era el
único que captaba), echaban la vieja película El rey del barrio. Apagó el televisor, cogió el paquete que
formaban el libro y la carta, depositó esta última sobre una cómoda —no le
atraía el chismorreo en las vidas de otros— y se recostó en el sofá a leer la
novela.
Tardó dos semanas en completar
el libro a ratos perdidos, y lo que leyó le incitó a leer a continuación la
carta enviada por monsieur Marcel
Berlandier a doña Elsa Cuarón, señora de Castro. Cuando finalizó aún no había
aparecido el propietario de ambos escritos. Dionisio Rojas comenzó a buscarlo
con sumo interés.
[FIN DEL PRÓLOGO]